Resumen: La fibromialgia es una enfermedad crónica, de causa actualmente desconocida, que se caracteriza por la presencia de dolor músculo-esquelético generalizado, asociado a una serie de puntos dolorosos específicos que nos ayudan a su diagnóstico (Wolfe et al., 1990). Con frecuencia se asocia con fatiga crónica, alteraciones del sueño, rigidez matutina, alteraciones del estado de ánimo (ansiedad y depresión), cefaleas, problemas en la menstruación, dolor temporomandibular y síndrome del intestino irritable. Esta enfermedad afecta a la esfera biológica, social y psicológica del paciente, llegando incluso a provocar invalidez en determinados casos (Wolfe et al., 1990). La frecuencia de esta enfermedad se sitúa en torno al 2-3% de la población (Wolfe et al., 1995), por lo que en España se estima que el número de afectados se sitúa entre 800.000 y 1.200.000 individuos. De hecho, la prevalencia de la fibromialgia en las consultas de reumatología es del 12% (2,2% en hombres y 15,5% en mujeres) (Valverde et al., 2000). Debido a la alta prevalencia, el enorme impacto clínico que la enfermedad produce sobre el paciente a nivel de discapacidad y pérdida de calidad de vida y el elevado gasto sanitario que genera, la fibromialgia es uno de los principales problemas sanitarios de los países occidentales en la actualidad. El dolor es el síntoma más frecuente e incapacitante en fibromialgia. El origen de la hiperalgesia en la fibromialgia es poco conocido. Se sospecha que existe una alteración en el funcionamiento de las estructuras neurobiológicas centrales. La neurofisiología del proceso doloroso ha presentando los últimos años un incremento de interés y diferentes métodos de neuroimagen, como el PET (Mountz et al., 1995), SPECT (Kwiatek et al., 2000), resonancia magnética funcional (García-Campayo et al., 2001) y más recientemente espectroscopia, difusión y tensor-difusión por resonancia magnética, identificando estructuras cerebrales que son activadas durante condiciones de dolor en pacientes y controles (Cook et al., 2004). Estas estructuras incluyen la corteza primaria y secundaria sensitivo-motora, la ínsula, el cíngulo anterior, tálamo, corteza prefrontal dorso-lateral y los ganglios basales. Estas regiones han sido denominadas “la matriz del dolor”, siendo activadas en respuesta a un estímulo doloroso. El dolor se considera una experiencia compleja y subjetiva, en la que los aspectos afectivos y cognitivos son cruciales en el pronóstico del paciente. Aún en el presente, existe una gran investigación que continúa tratando de entender los factores claves psicológicos y conductuales que influyen de una manera relevante en el desarrollo y la perpetuación del dolor y en la incapacidad asociada éste. Los primeros trabajos se centraron en los factores de personalidad, ya que se pensó que estaban asociados con la intensidad y persistencia del dolor (Bulmer y Heilbronn, 1982; Gentry et al., 1974). Algunos factores propuestos fueron la evitación emocional, la excesiva preocupación por los síntomas somáticos o mostrar características asociadas con una “personalidad depresiva”, tales como el pesimismo. Las relaciones entre dolor y afecto continuó siendo un área primaria de investigación en laboratorio y estudios clínicos tratando de especificar objetivos para el tratamiento psicológico. La perspectiva cognitivo conductual, tuvo una gran importancia para alentar a la investigación e identificar los factores cognitivos concretos que correlacionaban de una manera positiva con la gravedad de dolor y la incapacidad (Turk et al., 1983). Entre los factores que han mostrado una gran evidencia empírica están los constructos de auto-eficacia (Litt, 1988), estilos de coping (Jensen, 1994), miedo-evitación (Vlaeyen y Linton, 2000; 2006), rendición (Tang et al., 2007), injusticia (Sullivan et al., 2008) o catastrofismo (Sullivan et al., 2001; Turner y Aaron, 2001). En la actualidad, otros constructos psicológicos complementarios han sido propuestos desde una perspectiva contextual cognitivo conductual; aceptación (McCracken et al., 2004), mindfulness (McCracken y Gauntlett-Gilbert, 2007), defusion (Masuda et al., 2009), acciones valiosas (McCracken y Yang, 2006) o flexibilidad psicológica (McCracken y Velleman, 2010). Todos ellos han demostrado ser relevantes en el pronóstico de pacientes con dolor crónico pero son dos los que parecen más determinantes para prevenir la discapacidad y preservar la calidad de vida de los sujetos; el catastrofismo y la aceptación. El catastrofismo es entendido en la actualidad como un conjunto de procesos cognitivos y emocionales que predisponen a que el dolor se convierta en crónico (leeuw et al., 2007; Buenaver et al., 2008) que están implicados en una mayor percepción en la experiencia del dolor (Sullivan et al., 2001) y que además son una importante variable mediadora para el resultado del tratamiento (Smmets et al., 2006). Los individuos que catastrofizan esperan lo peor sobre su problema de dolor, analizan pormenorizadamente los síntomas de su dolor y refieren una gran indefensión cuando se trata de controlar el dolor. Además, muestran unos pobres resultados en su afrontamiento del dolor en comparación con aquellos otros que no presentan esas ideas inadecuadas. Principalmente, el catastrofismo está relacionado de manera significativa con una mayor intensidad del dolor, una mayor sensibilidad, ánimo depresivo, procesos inflamatorios y discapacidad. La escala utilizada para la medición del catastrofismo, es la Pain Catastrophizing Scale (PCS) (Sullivan et al., 1995), la cual presenta unas adecuadas propiedades psicométricas. Consta de tres subescalas; la magnificación, la rumiación y la indefensión. La rumiación se refiere a que el paciente no puede apartar de su mente el dolor, no puede dejar de pensar en él. La magnificación alude a la exageración de las propiedades amenazantes del estímulo doloroso, y la indefensión, a la estimación de la persona por no poder hacer nada para influir sobre el dolor. Aunque los individuos alguna vez son dicotomizados como catastrofistas y no catastrofistas, la mayoría de la investigación entiende el catastrofismo como una variable continua que se distribuye normalmente (Sullivan et al., 2001). El catastrofismo también aparece como una variable continua en sujetos sanos y sin dolor; de hecho los sujetos sin dolor que muestran unas altas puntuaciones de catastrofismo, predicen el futuro desarrollo de dolor crónico y la demanda de servicios de la salud relacionados con el dolor (Picavet et al., 2002; Severeijns et al., 2004). Un área rica de debate se ha fundamentado sobre si el catastrofismo está mejor conceptualizado como un rasgo estable y duradero, tal y como una dimensión de personalidad, o como una característica modificable con evidencias que sustentan ambos supuestos. Por un lado, varios estudios demostraron que el catastrofismo tiende a ser estable con el paso del tiempo tanto en población sana como en sujetos con dolor, mostrando una gran fiabilidad test-retest medido a lo largo de semanas o meses (Sullivan et al., 1995; Keefe et al., 1989). Por otro, están los que sugieren que el catastrofismo aunque parece desarrollarse pronto en la vida y poseer muchas características estables tipo rasgo (Bedard et al., 1997), es también sensible de ser reducidas por tratamientos cognitivo-conductuales (Smmets et al., 2006), indicando que podría ser sustancialmente modificable. Entre las diversas líneas de investigación sugeridas para tratar de conocer los posibles mecanismos de acción la que tiene más peso hace referencia a que la expresividad del catastrofismo podría reflejar un enfoque común de afrontamiento del dolor (Sullivan et al., 2001). Dentro de este enfoque, se asume que los individuos, en su esfuerzo para afrontar el estrés, se marcan diferentes objetivos interpersonales (Sullivan et al., 2000). Se sugirió que los individuos más catastrofistas podrían exagerar sus respuestas ante el dolor para que alguien esté cerca de ellos, pedir ayuda u obtener respuestas empáticas de otros en su medio social. El modelo formulado, “The Communal Coping Model” (Sullivan et al., 2001; Thorn et al., 2004) representa un marcado punto de partida desde los tradicionales marcos cognitivos, posicionando que los esfuerzos de afrontamiento de los individuos que experimentan dolor no están necesariamente dirigidos al manejo del dolor. En su lugar, se sugiere que para los catastrofistas, la experiencia del dolor podría proporcionar el marco para la búsqueda de los objetivos interpersonales. La Aceptación es uno de los constructos cognitivos más prometedores y mejor asentados en las terapias contextuales. Por lo general, los resultados hallados indican que las personas con una mayor aceptación del dolor refieren menor dolor, ansiedad, depresión, discapacidad y mayor nivel de actividad y mejor funcionamiento general (Vowles et al., 2007; McCracken y Eccleston, 2003; McCracken et al., 2005). Y lo que es más importante, el nivel de aceptación no estaba en función del dolor, es decir, las personas no presentaban más aceptación porque tuvieran menos dolor (Vowles et al., 2008a). Otros estudios muestran que los sujetos que presentan una mayor aceptación son los que menos uso hacen de los centros de salud, toman menos medicación y presentan una mejor calidad de vida (McCracken et al., 2004). Por último, parece también que la aceptación es una variable que se relaciona con una mejor adaptación a la respuesta del dolor, sin importar las influencias que pudieran tener variables tales como la depresión, la intensidad del dolor o la ansiedad, y con una predicción superior que las estrategias de afrontamiento ante variables como el dolor, la depresión, la incapacidad, la ansiedad o el funcionamiento físico y psíquico (McCracken y Eccleston, 2003). Hasta la fecha, el Chronic Pain Acceptance Questionnaire (CPAQ) (McCracken et al., 2004) es el cuestionario utilizado para medir el nivel de aceptación en el dolor. Consta de 20 items, dos subescalas (a) implicación en las actividades (cumplir con mis actividades a pesar del dolor); (b) aceptación del dolor (reconocimiento de que la evitación y el control son métodos impracticables en mi adaptación al dolor crónico); y presenta unas condiciones de validez y fiabilidad apropiadas (Vowles et al., 2008b). Una última matización haría referencia a cómo entender el concepto de aceptación. Pese a que los sujetos con dolor crónico a menudo se muestran inicialmente reticentes ante dicho término porque lo entienden como una “rendición” o algo que conduce a un sentimiento de desesperación (Viane et al., 2004), la aceptación no se concibe como resignación y tampoco se trata de sustituir el control por la ausencia de control. Más bien el control se aplicaría selectivamente a aquello que es controlable. Se trataría de la aceptación de lo que no se puede cambiar en base a actuar hacia aquello que les importa en su vida. Pese a la relevancia que el catastrofismo y la aceptación parecen tener sobre el pronóstico del dolor crónico, sus respectivos cuestionarios no han sido validados en nuestro idioma y apenas han sido estudiados en la fibromialgia, uno de los trastornos de dolor crónico más frecuentes. Por tanto, validar en primera instancia sus cuestionarios y posteriormente conocer las influencias específicas del catastrofismo y la aceptación en la fibromialgia, nos permitirá dirigir los tratamientos psicológicos hacia los aspectos claves para mejorar la calidad de vida y el funcionamiento de pacientes con fibromialgia.