Resumen: A orillas del Canal Imperial de nuestra ciudad, se delimita un espacio de tierra. Entre los barrios de Valdefierro y Montecanal se produce un asentamiento esporádico de los niños en la naturaleza. La escuela escapa de la ciudad compacta y se posa sobre un bosque a orillas del agua. El límite, de dimensiones casi cuadradas, se piensa como una figura ideal. Una respuesta intuitiva: el dibujo de una figura básica para disociar lo que a partir de dicho momento queda dentro y queda fuera. El bosque preexistente inserto en el contorno pasa a ser parte de la escuela. Para los niños se trata de un pedazo de naturaleza hecha propia. Ya no es un bosque sino un jardín. El edificio es un recorrido sinuoso de levedad, estructura y transparencias hacia los volúmenes. Los volúmenes son el umbral a la naturaleza. La escuela es un tránsito en sí misma. No se puede entender si no es en movimiento. Es un organismo tremendamente permeable que introduce a los niños en un lugar diferente al que conocían en la ciudad. Los volúmenes son los únicos espacios estáticos y compactos de este lugar atomizado. El aula es la primera cabaña del niño y, el patio, su jardín. La estructura sostiene la nueva arquitectura. Consciente de ello, lo muestra de manera didáctica. Al igual que ocurre en la planta, entendida como la confluencia de dos situaciones, ocurre en la sección. La escuela se ensambla como un juego en el que unas piezas se superponen y otras se descuelgan. Todo aquello que conforma los tránsitos desciende para dar escala al desplazamiento de los niños. En cambio, todo aquello que conforma los volúmenes se sobrepone en forma de cerchas ligeras. Como si unas grandes pestañas recogieran y tamizaran toda la luz del Sol para conseguir la mejor habitación en la que aprender.